De algo hay que morir.

19.09.2017

Por: Mariano Cañizares Parrado.

Así decía una de mis mejores amigas antes de perder su vida con apenas 52 años. Era una mujer extraordinariamente hermosa, de ojos grandes y negros como un azabache, sus pestañas largas y sus copiosas cejas, hacían un contorno encantador. Su boca carnosa y sensual, se destruía permanentemente por los efectos nocivos de los químicos contenidos en el cigarrillo. Era alegre, tanto, que contagiaba hasta al ser más tímido. Su andar inigualable.

Esta mujer tenía una casa de dos niveles, con más de 300 metros cuadrados de construcción, piscina, garaje y dentro de él un lujoso auto. En fin, todas las comodidades que muchos ni sueñan tener.

Estaba casada con un excelente hombre. Hijos estudiando en la universidad. Que además, la adoraban.

Toda su familia estaba muy unida a la mía; éramos inseparables.

Esta fascinante mujer, se fumaba más de 20 cigarrillos por día, lo cual era motivo de mis reproches. Siempre le explicaba con lujo de detalle, los cientos de componentes químicos del cigarrillo y su efecto nocivo para poder conservar la vida.

Ella fue mi primera paciente en La Argentina. Le hice bajar más de 20 kilogramos. Un día, agotado de decirle personalmente tantas verdades sobre los efectos mortales del consumo de cigarrillos, decidí escribirle una carta, rogándole la leyera cuando fuera a fumar. Por su importancia se las transcribo:

"Querida amiga. Hace un mes te hice un examen clínico, donde tu frecuencia cardíaca era de 92, cuando el rango óptimo es entre 52 y 65 ciclos por minuto. En este caso, es fácil advertir el desequilibrio existente entre los niveles de oxígeno de tu sangre arterial y los de anhídrido carbónico contenidos en tu sangre venosa. Por muchos antioxidantes que puedas consumir; siempre serán insuficientes para conservar la belleza de tu piel, el brillo de tus ojos y el olor de tu cuerpo".

"Tu frecuencia respiratoria era de 19 ciclos por minuto, cuando el rango óptimo es entre 11 y 14. Por eso te fatigas con tanta frecuencia, al extremo de apagar esa antorcha que siempre has llevado como bandera en cada una de tus manos".

"Cuando te conocí tenías una voz que hipnotizaba el más distraído de los participantes en cualquier lugar donde estabas presente. Hasta hablando, tus cuerdas vocales emitían sonidos tan sublimes y encantadores, que eran imposibles de imitar hasta por el ave más melodiosa del universo. Hoy la reacción irritante provocada por el cigarrillo en las vías respiratorias y en las propias cuerdas vocales, hacen tu voz ronca y apagada, con sonidos desagradables al oído de quienes siempre han sido tus admiradores".

"¿Dónde está tu autoestima querida amiga? Ya ni los mejores perfumes son capaces de inhibir el olor del cigarrillo salido de tus esfínteres capilares. Tu aliento, que era como la menta del más exquisito caramelo, ha desaparecido y su lugar lo está ocupando un olor fuerte; no compatible con tanta belleza".

Me respondió por escrito. Aún guardo, aunque maltrecha, aquella misiva de pocas palabras, sobre un renglón apenas tenue: "DE ALGO HAY QUE MORIR".

Dos años después mí querida amiga sin haber ingerido un sorbo de bebida alcohólica o cualquier otro componente químico. Con presión arterial entre límites de normalidad, niveles aceptables de glucosa y todos los exámenes de laboratorio clínico, incluyendo un hemograma completo sin evidencia patológica; comenzó a tropezar con los objetos colocados del lado derecho por donde caminaba. No quería creerlo, pero mi deber era indicarle los estudios necesarios para corroborar mi sospecha.

Nunca he querido tanto estar equivocado. Rogaba a Dios borrar de mi mente toda la experiencia clínica y ser no más, que un hombre apasionado por conservar la vida de los seres humanos. Desgraciadamente no fue así. A mi amiga se le encontró un tumor maligno en el lóbulo parietal izquierdo, el cual le arrebataría la vida en menos de cinco meses.

El día antes de morir, tirada en una cama, sin cabello, con color cianótico por el defecto de oxígeno, abrió los ojos y aunque a su alrededor estaban todos sus familiares más queridos, las últimas palabras de su vida me las dedicó a mí: "Doctor, nunca he querido vivir tanto como ahora" y murió.

Perdónenme todos si este artículo está demasiado fuerte, pero créanme, debe ser así, porque deseo pagar la deuda que aún poseo por mí incapacidad al no lograr convencer a mi amiga para abandonar el hábito de fumar.

Están a tiempo. El arte de enseñar a vivir sólo es posible si existen oídos receptivos. No esperen más para abandonar a quien los quiere matar y que sin saberlo los está convirtiendo en un mendigo de sí mismo.